El 086 454…
Alguna vez le oí decir a un compañero maestro, que después de 35 años de servicio y una vez jubilado, se había convertido en un número. Que tal cifra lo había despersonalizado de la noche a la mañana, y más todavía, que para poder recibir su exigua pensión, había que pasar revista físicamente para comprobarle a la burocracia de este país, que seguía “vivito y coleando”. Que todavía no veía por ningún lado el júbilo que representaba la jubilación, entendiendo que de ahí proviene el mismo término. Que le había costado mucho el proceso de adaptación entre lo laboral y el ocio; su total permanencia en casa; el cese inmediato de sus tareas profesionales, y el desprendimiento fulminante de sus compañeros de trabajo. Evidentemente no se había preparado para este “salto mortal sin red protectora” cifrado en el retiro.
En términos llanos y legales, la jubilación es un acto administrativo por el que un trabajador, ya sea por cuenta propia o ajena, pasa a una situación pasiva o de inactividad laboral, después de alcanzar una determinada edad máxima legal para trabajar o edad, a partir de la cual se le permite abandonar la vida laboral y obtener una retribución por el resto de su vida. En términos más humanos, es un cambio de forma y estilo de vida que se tiene que racionalizar para reducir los efectos que produce un cambio drástico en los hábitos de la persona que, de un día para otro, deja de asistir a su centro de trabajo. No habrá despertador, somnolencia debajo de la regadera, apremios para vestirse, el batallar con el tráfico, la convivencia con los compañeros de trabajo, y el sacar adelante las tareas que están bajo su responsabilidad. Por supuesto que es un cambio radical, si pensamos que todas estas actividades se vinieron realizando sistemáticamente durante 30 o 40 años de servicio. En el peor de los casos, para muchos jubilados, les ha significado alimentar un sentimiento de inutilidad, de estar muerto en vida, de caer en el más terrible anonimato, de sentirse un don nadie, con síntomas de angustia, ansiedad y depresión. Desde otra perspectiva, existen algunas líneas de acción que pueden paliar o redimensionar el nuevo estatus de la persona jubilada; disfrutar de su entorno como no se había hecho antes; reunirse con los amigos que se encuentran en esa misma condición; visitar a los hijos y a los nietos; leer los libros que siempre se dejaban en las primeras páginas; viajar, no importa tanto a dónde ni qué tan lejos; realizar actividades de baja intensidad relacionadas con el trabajo anterior; explorar otras iniciativas; abrazar los entretenimientos postergados como el cine, la pintura, el dibujo, la escritura, la fotografía, el video, la carpintería, las caminatas, el nado, y un acercamiento a la agenda artística y cultural de su comunidad. Omito la televisión porque los van a encontrar momificados en un sillón. Se debe revertir cualquier signo de baja autoestima, por el sentimiento de deber cumplido, y asumir que la etapa laboral es un ciclo que se tiene que cerrar, sin que por ello se caiga en la contemplación de los días y las noches sin hacer absolutamente nada. Reconocer que se ha ganado un derecho y no una condena; que se ha llegado a una meta pero que se tienen otras por delante; que la vida debe tener más principios que finales; y que sólo dejaron de trabajar pero no dejaron de vivir. El trabajo, debe quedar, sí, como un vivo recuerdo pero no debe extrañarse.
Las mañanas y las tardes son diferentes; no se vive la carcoma del día siguiente o de cuánto falta para que lleguen las vacaciones; el reloj deja de ser imprescindible, y un miércoles, para ti, bien puede ser un domingo; no administras la hora de acostarte porque tarde te puedes levantar; cualquier playa –mientras el resto trabaja- puede ser para ti, el paraje más solitario y más hermoso; el malecón, que no conociste a media mañana en 30 años, es un lugar incomparable. No desdeño que se va a tener una remuneración menor al salario que se tenía en servicio activo pero como en todo, unas por otras. Es peor, estoy seguro, quedarse atado como el bogador del cuento, sólo por el salario, y que ya no puedas ni subir un escalón; que no puedas leer frente a tus alumnos; que cabecees en las reuniones del Consejo Escolar, y que te duermas en el cubículo.
La vida es otra cosa... Los seres humanos no somos por lo que hacemos sino por lo que pensamos y por lo que sentimos, es decir, no ciframos el “ser” por una actividad determinada, a tal grado que si dejamos de hacerla, dejamos de ser. El “ser” va más allá de un trabajo, y por tanto, si prescindimos de él, podremos seguir siendo nosotros mismos, por nuestra forma de pensar y de sentir. La jubilación es pues, no el Juicio Final, sino el principio de otra etapa que con mucho, puede ser placentera y enriquecedora con nuevas actividades de recreación, de convivencia y de aprendizaje. Ya lo dijo Ingmar Bergman: “Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”.
Y si no los he convencido, les sugiero la lectura de El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson, Ed. Salamandra, España, 2013, 413 páginas, cuyo personaje, el día de su cumpleaños número 100, decide huir del asilo emprendiendo una fascinante aventura durante la cual pone al país “patas arriba”.