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Flores amarillas en el mar

Escrito por Francisco Amador García-Cólotl en Lunes, 27 Abril 2015. Publicado en Anécdota, Cuento, Literatura

flor amarilla

Esteban abrió los ojos con pesadumbre. No sabía dónde se encontraba a primera vista. Tratando de enfocar lo que lo rodeaba, giró varias veces la cabeza torpemente hasta reconocer que se encontraba en su propia habitación. Intentó levantarse como de costumbre pero su cuerpo se movía tan lentamente, que el solo movimiento del brazo le pareció el de una gran máquina perezosa. El incorporarse de su cama fue una situación delicada; su torso se movió con la pesadez de un fardo atiborrado de piedras. Sentía que cualquier movimiento tardaba varios segundos y trataba con ferocidad saber qué ocurría sin precisar la causa de aquella extraña situación. La luz de la habitación estaba encendida. Estiró su brazo para palpar entre su bolsa, acción que le pareció durar hasta un minuto. Sacó el teléfono celular para comprobar la hora, eran las ocho de la noche, y se sobresaltó aún más. Revisó la pantalla y leyó con gran dificultad que ya era lunes. Trató de aclarar su mente y se sorprendió de llevar puesta la misma ropa desde el sábado. Girar y poner los pies en el suelo fue una tarea prolongada y penosa. Recordó que el sábado había salido a beber después de montar las olas durante la tarde. ¿Adónde había ido después?, ¿con quién? Todo era un misterio. Estuvo así varios minutos, sin moverse, sin intentar nada más que fuese recordar qué había sucedido. Sentía hambre y mucha sed. Estiró nuevamente el brazo, al cual podía ver moviéndose lento, pesado, con voluntad propia. Tomó una botella de agua de un mueble cercano a la cama. Intentó llevarlo a su boca; el brazo subía y subía, mecánicamente, sin prisa, parecía que nunca alcanzaría la altura de su boca seca. Cuando al fin lo logró, quiso beber sin darse cuenta que no había destapado la botella. Volvió bajarlo tan lento como había subido. Sus manos parecían dos tenazas torpes que no lograban su cometido. Al tratar de enfocar la tapa de la botella notó que llevaba puestos zapatos tenis y nuevas preguntas aparecieron. Momentos después logró destapar la botella y su brazo subió y subió con tanta calma que lo hizo desesperar. No podía hacer nada, todo era lento, muy lento, hasta el agua que vació en su boca pareció flotar antes de tocar siquiera su lengua. Quiso levantarse y su cuerpo no le obedeció. Una segunda vez lo intentó sin lograrlo. El solo pensarlo le provocó náuseas y volvió a quedar inerme por muchos minutos. Un traje de gran peso lo aprisionaba. Pudo erguirse después de varios intentos más. Mientras se incorporaba veía claramente cómo su vista ascendía como en un juego mecánico enorme y el piso que lo sostenía quedó tan lejano que no comprendía cómo había logrado tan majestuosa altura en esos minutos. El recorrido a la puerta fue un peregrinar de tiempo congelado. Flexionar las rodillas y avanzar se asemejaba a dirigir a un gigante con poca energía desde la altura de su testa. La perilla de la puerta se veía cercana y, aun así, alcanzarla tomó varios minutos. La puerta estaba entreabierta y únicamente tuvo que jalar de la perilla para que ésta se moviera sin prisa. No había notado la ausencia de sonido hasta el momento; no se escuchaba nada, absolutamente nada y esto lo perturbó un poco más. La puerta fue cediendo poco a poco y dejó ver parte de la calle. El sonido pareció colarse con la visión del exterior al momento mismo que la puerta develaba movimientos raros y amorfos, cosas o sombras que deambulaban por la calle. Una sopa de sonidos llegó a sus oídos; murmullos, ronroneos, viento, golpeteos y siseos. Salió a la calle y permaneció ahí, parado, sin moverse, con la vista perdida. Así pasó mucho tiempo, tiempo que le pareció horas y horas sin poder mover su cuerpo. Su hermano mayor llegó y lo miró fijamente con mucha tristeza. Él lloró de alegría al ver a su hermano. Lo extrañaba, lo admiraba y hacía mucho tiempo que no lo veía. Mucho tiempo, años quizá, desde que su hermano huyó de su casa allá en su comunidad, una localidad perdida en las montañas de la sierra. Su hermano dejó el hogar materno para buscar una vida nueva en un lugar cuyo nombre llegó a sus oídos por un amigo de la infancia. El puerto. El mismo nombre que idealizó como una esperanza accesible para dejar las labores del campo que le serían heredadas por sus padres y que íntimamente le resultaban de poco provecho y gusto. Así, sin saber si existía el puerto que él se imaginó, partió un sábado por la mañana en la camioneta que hacía las labores de carga y pasaje de la comunidad de las faldas de la sierra. Cuando visitaba a sus padres y hermano les contaba que la vida allá era muy buena, que gente de todo el mundo visitaba el lugar y que practicaban un deporte en tablas sobre las olas del mar. Otra de las veces les dijo que ya había aprendido a hacerlo y su madre se preocupó un poco más. Él les contaba de las grandes olas y la emoción de montarlas. Cada mes lo veían más fuerte y abierto a platicar. Otra vez llevó a una novia extranjera a su pueblo y todos se admiraron, especialmente su hermano menor, un pequeño que cursaba la primaria y ayudaba a su padre en la pizca de café. En otra visita mostró tatuajes en diversas partes del cuerpo y el pelo un tanto crecido y quemado por el sol. Su ropa, americana y de elementos de olas, lo distinguían de la población de su pueblo. Así estaba su hermano vestido, frente a él, mirándolo fijamente con dolor en su expresión. Las visitas se hicieron más esporádicas con el tiempo, algunas veces llegaba borracho y su hermano lo seguía al campo donde encendía cigarros hechos por él mismo. Nunca platicó sobre sus empleos u ocupaciones durante el tiempo en el puerto, la mayoría de las veces llegaba con dinero y le dejaba algo a su madre. La última vez que fue a su casa en los seis años de ausencia manejaba un auto americano el cual había sufrido el uso rudo de los años y cuando salió de su casa, se despidió de sus padres y hermano y nunca volvió a visitarlos, hasta que su cuerpo fue llevado al pueblo para su entierro. Era un cuerpo delgado y demacrado, no parecía ser de aquél joven robusto y lleno de vida de la última vez que lo vieron.

Una luz roja llegó a sus ojos e inundó todo el ambiente. Su hermano mayor desapareció entre la nube de luz roja que lo invadía y no supo más de sí. Despertó en la cama de un hospital conectado a manguerillas y amarrado a la base. Un amigo le contó que llevaba tres días durmiendo. Otro le aclaró las andanzas del sábado; habían ido a un bar donde probaron chocolates con droga y él había comido tres de éstos enteros, aun con la advertencia de otro comensal que los acompañaba. Todavía se sentía engarrotado y torpe. Recordaba a su hermano entre la luz roja.

Después de que sepultaron a su hermano, él se fue al puerto. Deseaba seguir los pasos de su hermano mayor y dejó a sus padres como lo hizo aquél. Trabajó en tiendas de artesanías y restaurantes hasta que logró comprar una tabla. Aprendió rápidamente a montar olas pequeñas en La Punta. Poco a poco se introdujo en el ambiente del puerto y se enteró de la vida de su querido hermano. Aquél, era arrojado en cualquier empresa, peleaba constantemente con el que se pusiera enfrente. Entraba a los bares donde se burlaban de su forma de montar las olas cuando estaba aprendiendo y, éste, no rehuía a ningún pleito con los burlones. Peleaba muy bien y de forma tan seguida que repentinamente ya poseía una reputación entre los jóvenes. Hizo amigos rápidamente en el ambiente. En el agua corría a turistas y extraños de los mejores sitios de olas. Los que no hacían lo que él decía recibían sendas golpizas en la playa. Con los años se convirtió en un alcohólico y drogadicto de los peores. Tuvo muchas mujeres extranjeras que la mayoría de las veces lo mantenían a pesar de que las golpeaba. Durante un tiempo fue uno de los mejores en montar las olas pero las drogas y el alcohol eran su punto débil y se perdía en ellos durante días, y a veces, semanas completas.

Esteban aprendió mucho sobre el deporte, el cual practicaba constantemente cuando terminaba su turno en el trabajo. Pasaba horas enteras montando las olas hasta un punto tal que parecía cualquiera de los locales que llevaban años en el deporte. De ahí surgieron las peleas en los bares, las drogas, el alcohol y las extranjeras. Cuando le venía en gana se atravesaba en las olas a los que no fuesen locales nada más para iniciar peleas. Cuando él las montaba dirigía la tabla a cualquiera que estuviera cerca o trataba de maniobrar y salpicarles agua y burlarse sin miramientos. Muchas veces sólo gritaba y gritaba groserías cuando se paraba en la tabla para ver si alguien contestaba la agresión e iniciar una pelea. Sabía vociferar en español e inglés y de esta forma había más posibilidades de fastidiar a quien se atravesara en su camino. Le importaba poco si se trataba de jóvenes, adultos y hasta llegó a molestar a mujeres. No desperdiciaba momento alguno para acercarse a turistas e invitarlas a montar las olas o a salir, estrategia primera que le redituaba grandes posibilidades con ellas. Así pasó varios años hasta el día que vio a su hermano difunto, observándolo fijamente y con gran tristeza mientras lo invadía la luz roja.

Días después de salir del hospital, cierta nostalgia lo invadió y decidió visitar a su madre. Llegó cabizbajo y pensativo a su casa. Su madre le confesó que lo veía tan parecido a su hijo difunto que se asustó a primera vista. Él le confió que había visto a su hermano parado frente a él una noche que salió de su cuarto. Su madre le dijo que su hermano no podía descansar en paz por la vida que había llevado. El altar de muertos sería dedicado a él  ese año. Su padre se volvió un poco más taciturno de lo normal y Esteban veía a su madre más cansada que de costumbre. Le propuso llevarla al puerto unos días con el pretexto de que descansara sin aceptar que se sentía solo allá donde vivía y que deseaba tener cerca a su madre, además la expresión de su hermano aparecía repentinamente y lo asustaba. Su madre aceptó a acompañarlo por unos días y juntos abordaron la camioneta que los llevó hasta la carretera donde tomaron un autobús al puerto.

Esteban mostró un gran cambio al lado de su madre; consiguió clientes a quiénes enseñarles a montar las olas, ayudó a reparar tablas en un taller vecino, limpió su habitación como no lo había hecho en años, dejó de beber alcohol y consumir drogas. Una vez que caminaba del taller de reparación a su cuarto, en un callejón oscuro, vio a un hombre sentado y recargado hacia su lado izquierdo. A pesar de que no se le veía el rostro, Esteban notó rápidamente que se trataba de su hermano. Quedó estupefacto con la visión. De un momento a otro la figura despareció. Esteban se armó de valor y caminó al callejón. No había nadie en éste. No había duda, era su hermano, lleno de suciedad y perdido en un mundo creado por las drogas, tirado en las calles del puerto. Así había muerto: solo, drogado, perdido, delirante, como animal enfermo el día que abusó de la dosis y su cuerpo ya no lo resistió más.

Se acercaba la fecha del Día de Muertos y su madre, abnegada, adusta y servicial, tenía que partir a su casa. Quería preparar un bello altar dedicado a su primogénito. Esteban le pidió que se quedara unos días más antes de que partiera para reunir un poco de dinero más para irse con ella y cooperar con los gastos del altar. Sabía también que su padre estaba solo y, aunque externara poco su dolor, sufría la ausencia de su hijo mayor. Los días siguientes, Esteban los dedicó a reunirse con amigos y amigas de su hermano. Una de sus amigas poseía unas fotos de su hermano en las olas. Ella, con mucho cariño, se las regaló con motivo del altar de muertos. Otro de sus amigos, a quien le confió las visiones, le propuso hacer un ritual en las olas en su memoria y acordaron el día dos de noviembre. Esteban acompañó a su madre a la comunidad y arreglaron un bello altar de muertos con las fotos de su hermano montando las olas en el centro. Su madre conocía los planes del ritual en el mar, y aunque no lo entendía bien, decidió acompañar a su hijo de nuevo al puerto el mero día dos. Su padre, para sorpresa de los dos, quiso acompañarlos para conocer dónde vivió su hijo mayor. Compraron un gran ramo de flores de Cempasúchil y enfilaron al puerto. Llegaron a la casa del amigo de su hermano quien los esperaba ya con una comitiva de amigos y conocidos del difunto. El ritual se llevaría a cabo al atardecer, cuando el sol se pone sobre un bello mar de colores oro y rosa mezclados con hermosas nubes de tonos ocres y el viento viniendo de la montaña. A medida que la hora de irse a la playa se acercaba, más y más jóvenes con tablas llegaban a la casa del amigo. La amiga de las fotos hizo un gran aro con las flores de Cempasúchil. Cerca de las cinco de la tarde partieron, tablas bajo el brazo, hacia la playa donde su hermano gustaba de montar las olas. Las olas suaves de noviembre permitirían un ritual tranquilo y accesible a todos. Al llegar a la playa otro grupo de amigos y conocidos los esperaban listos con sus tablas. Su padre no resistió más las emociones y se lloró amargamente. Su esposa e hijo lo dejaron solo por un momento, respetaban su dolor y las ganas de despedirse de su hijo. Cayó de rodillas en la arena y cinco amigas de su hijo lo abrazaron y lloraron con él. La dueña de las fotos había sido una de las mejores amigas del difunto. Ella fue la que dio la señal de salida y todos, con tablas bajo el brazo, se enfilaron al mar. Se introdujeron entre las pequeñas olas en un grupo que sobrepasaba las cuarenta personas. Antes de que Esteban se enfilara a las olas, su padre lo detuvo, lo abrazó efusivamente y, con lágrimas, se arrancó un collar que sostenía un crucifijo, le pidió que se lo llevara a su hijo y que le dijera que lo extrañaba mucho. Esteban remó entre las olas con pesadas lágrimas. Alcanzó al grupo más allá de la rompiente. Los presentes formaron una cadena humana tomándose de las manos y, la amiga, ayudada de algunos más, depositó el aro de Cempasúchil en el centro de la gran cadena que ya se cerraba. Algunos se dirigieron al difunto como si estuviera presente y le desearon suerte, otros le confesaron su amistad, algunas le demostraron su cariño, la mayoría le deseó descanso. Cuando el sol estaba por ponerse en el horizonte, Esteban se acercó al centro, donde flotaba el aro de flores amarillas. Besó primero la superficie y prometió a su hermano no volver a las drogas. Le dio las gracias por haberlo visitado cuando más lo necesitaba. Repitió tiernas palabras que su madre le había encargado. Musitó una oración y habló por su padre. Acto seguido, lanzó el crucifijo al centro del aro y, éste, se hundió en las aguas tornasoladas. Después besó nuevamente la superficie del mar y se despidió de su hermano. Alguien comenzó una oración que todos repitieron al unísono. El sol se escondió detrás del mar en el horizonte y la luz tenue iluminó tímidamente los rostros de los presentes. Todos sonreían, bañados por la fresca brisa del viento que provenía de la montaña.

 

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