IDENTIDAD Y HÁBITOS
Durante buena parte de nuestra vida oscilamos entre la dependencia y la independencia frente a otros para poder actuar. Nuestra adolescencia se caracteriza por las luchas internas que desarrollamos con el afán de reconocernos como individuos con ideas propias. En la etapa madura nos damos cuenta que una de nuestras principales luchas personales es el deseo de ser parte activa en la toma de decisiones y que para ello debemos aprender a convivir con personas igualmente independientes que también desean tomar sus propias decisiones y con quienes, para vivir conjuntamente, debemos establecer acuerdos mediante decisiones comunes fundamentadas en el ejercicio de la interdependencia.
La convivencia con otros, cuando ya buscamos tomar nuestras propias decisiones, nos lleva inmediatamente a diferenciar y comprender, pero sobre todo a conciliar entre lo personal y lo colectivo. Es decir, entre lo privado y lo público. Poco a poco una pareja de enamorados se enfrenta a la construcción de su relación bipartita, transitando de su pensamiento individual al pensamiento de pareja (colectivo), lo cual implica conciliar gustos, tiempos, hábitos e intereses. De la capacidad de establecer acuerdos conciliatorios, por tanto, tomar decisiones conjuntas depende totalmente la estabilidad de la pareja y su continuidad.
Es común que se confunda la identidad de una persona con sus hábitos. Así, cambiar un hábito se percibe como una real amenaza a la seguridad personal. De aquí la dificultad para conciliar intereses de pareja cuando somos rehenes de nuestros propios hábitos. Es decir, cuando uno o ambos miembros de la pareja desconoce su propia identidad, sin lograr ver que no somos nuestros hábitos, sino por el contrario que podemos cambiarlos, crearlos y ¿por qué no, destruirlos, si ello nos permite construir nuevos hábitos que permitan la convivencia colectiva?
Una pareja bien integrada toma, a su vez, decisiones privadas y establece relaciones con otras parejas o grupos de amigos, buscando que sus decisiones como pareja sean respetadas en lo colectivo. Ello genera una cadena de personas, parejas, grupos sociales, organizaciones que transitan de sus decisiones privadas a las colectivas.
Algo semejante al conflicto que enfrenta una persona que desea construir una pareja y que vive la necesidad de modificar sus hábitos para asegurar armonía, estabilidad y crecimiento conjunto con la otra persona, se vive en las organizaciones públicas, en las cuales se tiende a confundir la identidad institucional con los hábitos desarrollados por la cultura organizacional, comúnmente conocidos como “usos y costumbres”. Al igual que en las parejas, el deseo de un individuo o grupo de participar en la toma de decisiones colectivas nos lleva a confundir lo público con lo privado. Con facilidad se reclaman decisiones aparentemente legales basadas en dichas costumbres —hábitos— y la “ceguera colectiva” impide ver que dichos usos y costumbres pueden ser cambiados de acuerdo con las necesidades colectivas en aras del desarrollo armónico de la institución, logrando con ello el beneficio mutuo —que todos ganen— y minimizar el perjuicio individual — que nadie pierda.
Así, la claridad y el conocimiento de la identidad institucional, independientemente de los hábitos generados en la cultura organizacional, se fortalecen a partir de la capacidad para establecer consensos y determinar decisiones colectivas de seguimiento y acatamiento individual, en donde cada individuo reconozca la interdependencia entre todos y cada uno de los miembros de la organización.