Mitos, cuentos y leyendas sudcalifornias: JUEGO DE PALABRAS
Dedicado a mi tía María
A principios del siglo pasado, las raíces sudcalifornianas de mi familia se arraigaron a una majestuosa herradura de playas vírgenes y de aguas abundantes enmarcadas por la isla más grande del hoy joven estado. Mi familia se asentó en un paraje bordeado por palmas de dátiles, arenas blancas de la hermosa playa y la frescura de la mar a tan sólo unos pasos de la vivienda que levantaron. Por aquellos años, mi tatarabuelo Rosendo salía a cazar venados con su escopeta o rifle veintidós y me contaba mi bisabuela que una vez, a unos cuantos minutos de haberse ido al monte, regresó pidiendo ayuda a gritos porque no podía cargar un enorme animal que logró cazar en el arroyo seco, apenas en la meseta contigua a las viviendas. Con mi bisabuela aprendí a comer las semillas de las plantas conocidas como Caribe y que sus hojas son muy urticantes al contacto con la piel humana. Mi bisabuela Francisca, mejor conocida como Nana Pachita, atesoraba dichas semillas veraniegas del desierto y nos las ofrecía como dientes de ajo negro que resultaban muy agradables al paladar. Ella nació por el rumbo en 1903 y presenció la llegada de revolucionarios a La Paz allá por los años diez y veinte. El poblado de La Ventana creció poco en los años subsiguientes y la mayoría de los que ahí vivían se dedicaban a la pesca, la caza de liebres y venados, recolección de frutas veraniegas del desierto, a la cría de ganado y al cultivo de maíz en pequeñas parcelas. El Tata Rosendo remaba en su canoa hacia el canal de la isla Cerralvo con sus redes y enseres de pesca desde antes que saliera el sol. Como no había posibilidades de adquirir motores para las pangas en aquellos tiempos, si los pescadores se topaban con algún tiburón ballena, a los que llamaban peje sapo, lazaban su aleta dorsal y se dejaban remolcar por el escualo hacia aguas más profundas y alejadas de la playa. Eran hábiles y fuertes, hombres curtidos por el sol y la sal que a diario enfrentaban la naturaleza para llevar comida a las bocas de la familia, ya fuera en la mar o en el desierto.
Como el consagrado juego de palabras del barbero cuando le preguntan cómo está la navaja y la respuesta “ni se siente” invita o no a la afeitada, u otro juego más contemporáneo difundido en las redes sociales y que ilustra la negativa de una mujer hacia un pretendiente y que reza “me dijo me caes bien, pero como amigos” que implica que la mujer se alimenta de amigos, o el del profesor a quien le preguntan qué clase da y responde “Español y Inglés, pero sé poco inglés (y español por supuesto), mi Nana Pachita, gracias a que sus hermanas menores llevaban los nombres de Anastasia y Asunción, a las cuales cariñosamente las llamaban por los gentilicios Tacha y Chona, fue acreedora a una broma que implicaba el juego de los tres gentilicios y que, por supuesto, a ella le resultaba nada cómico en las voces de los jóvenes de aquellos años. En son de broma, le decían Pachita, Tacha y Chona. La forma de hablar de los sudcalifornianos, rápida y de pronunciado sonido de las letras s y h, que es una pronunciación mucho más suave y cantada que la combinación de las letras c y h del centro del país, simulaba que a mi bisabuela le atribuían grandes dotes en el pecho. La broma traspasó el tiempo en mi familia y hoy, a cinco generaciones ya, todavía dibujamos una sonrisa cuando nos acordamos de aquel juego de palabras que refería a la bisabuela que nos regalaba pitahayas, chuniques y semillas de Caribe. Aquella viejita que podía ensartar una aguja a los 80 años y que guardó planchas de carbón, juguetes de hojalata, muñecas de porcelana, cajas metálicas de galletas que remembraban una época en que casi todas las cosas estaban bien hechas y duraban largo tiempo. La hija mayor de mi bisabuela, mi muy querida Tía María, también nos contaba con sorna otro juego de palabras que la hicieron reír por mucho tiempo, a ella y a sus contemporáneas. Es verdad que en los poblados y rancherías de Baja California Sur, por muy apartadas que éstas hubiesen estado en los treinta o cuarenta cuando mi Tía María era joven, había hermosas mujeres, altas y de ojos claros. Ella misma tenía un ojo de color azul y otro de color verde. Contaba mi tía que los muchachos o chamacos, como ella decía para referirse a los jovencitos en busca de esposa, solían visitar algunos parajes para verse con hermosas muchachas de los ranchos. Una vez, nos contó, llegaron muy emocionados por haber conocido a unas muy bellas. Alguien, curioso o curiosa por saber sobre aquellas nuevas muchachas, preguntó a los pretendientes sobre la hermosura de las posibles conquistas. El aludido, inocentemente, contestó: “pues la más bonita espanta”. El curioso o curiosa, primero se sorprendió y después soltó la carcajada y riéndose a más no poder, casi gritando para que todos los ahí presentes lo escucharan, arremetió “si la más bonita espanta, ¿cómo estarán las otras?” Aunque la explicación posterior del contestón de que la más bonita se llamaba Pantaleona y llevaba el gentilicio de Panta, aclaró la confusión, aquello ha servido de broma en mi familia en las mismas generaciones del Pachita Tacha y Chona.
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Felipe Cruz Mendoza
Francisco