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Mitos, cuentos y leyendas sudcalifornias: LA NIÑA DEL RETROVISOR

Escrito por Francisco Amador García-Cólotl en Miércoles, 12 Julio 2023. Publicado en Anécdota, Cuento, Mitos, Cuentos y Leyendas sudcalifornias. , Terror

Terroríficas fotos te dejarán sin dormir — Radio Corazón

Del otro lado de la Sierra Seca hay una carretera empinada que dirige a la ciudad y tiene una desviación hacia la única presa de la región. La carretera es recta por varios kilómetros y, desde su génesis, semeja ser una línea negra vertical pintada sobre un lienzo de ocres y manchones del desierto. Su inclinación y rectitud provocan un fenómeno óptico de cierta singularidad: las luces de los autos parecen descender verticalmente como si el pavimento fuese una línea en la claroscuridad del atardecer o amanecer, cuando todavía se distingue la cinta asfáltica en la distancia.

Desde el entronque de la desviación hasta la presa, una muralla de concreto insertada en una cuenca formada por dos laderas y destino de muchos arroyos estacionales, el camino es sinuoso en los escasos dos kilómetros, sierra adentro hasta la colosal construcción.

Muy temprano, apenas amaneciendo, emprendimos mi novia y yo otro recorrido en moto, ya hábito dominical, hacia el otro lado de la Sierra Seca para visitar a familiares de ella en la hermosa bahía que se adorna con una inmensa isla que se ve de color azul pardo desde los cerros de la carretera. El verano hace su magia en la vegetación del desierto a través de la frescura de la humedad que descargan los nubarrones violentos de la tarde. Las pitahayas, con su pulpa de rojo intenso, sobresalen en los brazos de las cactáceas como labios carnosos,  abiertos al sol matinal en espera del roce del agua y de los picos de las aves que las medio devoran hasta que se hartan con la abundancia. Las ciruelas de monte, amarillas con manchas negras, de sabores ácido y dulce, son el manjar de los afortunados que se aventuran un poco más allá de la carretera.

Después de visitar a los familiares de mi novia, nos dirigimos de vuelta por la carretera que asciende a la sierra y pasa por el entronque de la presa. Mi moto tiene sillón individual tipo silla de montar y, para ella, le coloqué el sillón adherible sobre el guardafangos trasero. Por la incomodidad que resulta el sillón adherible, acordamos hacer varias paradas para buscar pitahayas y ciruelas. Nos detuvimos en el entronque de la presa y decidimos dirigirnos hacia ella. El camino a la presa, aún sin pavimentar, serpentea entre pequeñas laderas y mesetas. El ruido del motor de la moto apagaba los posibles gorjeos de pájaros y rebotaba en las paredes de los cerros. Varias curvas después llegamos a la presa y aparcamos la moto cerca de la entrada al túnel que recorre la pared hasta el otro lado de la cuenca. Nos apeamos y descansamos un momento. Descendimos unos metros a la entrada del túnel. La oscuridad reinante del pasadizo parecía sólida. Mi novia gritó algo y el sonido fue rebotando por las paredes del túnel hasta ahogarse en lo profundo. Nos encaminamos hacia donde estaba la moto y recorrimos parte de la ancha pared, que cruza de cerro a cerro, por la parte superior. Nos sostuvimos de los pasamanos y  asomamos la cabeza al lugar donde la presa contiene el agua de lluvia en la base del muro, unos treinta metros abajo. No se veía a personas por ningún lugar. Regresamos a la moto nuevamente y sacamos un cuchillo y buscamos un palo o vara. Nos internamos en el monte para buscar los frutos del verano y pasamos más de una hora recolectando algunos. Regresamos a la moto y metimos parte de lo que encontramos en una alforja. La pared de la presa proyectaba su sombra del lado donde detenía el paso del agua y nos recostamos al inicio de dicha pared después de rodearla un poco hasta donde se había formado una terraza natural por la inclinación del cerro. Ahí comimos parte de lo encontrado, recostados sobre una sábana. La quietud del lugar, el vientecillo proveniente del mar y los ecos de los aleteos y gorjeos de algunas aves que se magnificaban en la enorme pared nos parecieron dignos de disfrutarse por varias horas.

Poco antes del atardecer decidimos retornar a la ciudad. La moto encendió a la primera y su ruido grave y estruendoso llenó otra vez el tranquilo ambiente. Con la luz mortecina del atardecer cayendo tímida por las correrías del desierto, nos despedimos de la presa. Enfilamos hacia el entronque de la carretera con cierta pereza y, más, desgano. Tengo por costumbre echar vistazos a los espejos retrovisores constantemente y, aún a sabiendas de que ningún auto se encontraba detrás de nosotros,  repetí dicha acción varias veces; veía un poco de polvo que levantaba la moto y la ladera del cerro; veía cómo los arbustos, la hierba o los cactus se inclinaban en el espejo retrovisor cuando giraba o inclinaba la moto en una curva.

Mi novia me dijo algo que no entendí y bajé un poco la velocidad para girar la cabeza un poco y escuchar qué decía; un correcaminos pasó corriendo velozmente delante de nosotros y yo no lo distinguí. Sonreí por su comentario sobre mi ceguera y volteé para ver el espejo retrovisor. El espejo derecho me devolvió una imagen que me hizo dudar, enfocar la vista y, por supuesto, me tomó por sorpresa: una niña nos seguía corriendo detrás de la moto. Detuve la moto y giré el cuello para verla pero ya no estaba ahí. Mi novia preguntó el porqué de la parada y le comenté que había visto algo y, para pasarle mi susto y convencerme de que mi cerebro me había jugado una broma, añadí que pudo haber sido un coyote. Dudé de la visión para tranquilizarme y retomé el camino. Aunque no lo deseaba, repasé la imagen mentalmente; la niña parecía usar un vestido claro muy manchado de tierra o muy viejo. La recordaba, o la imaginaba, descalza, con el pelo hasta los hombros, suelto y castaño y de tez morena y quemada por el sol, quizá de unos ocho o nueve años, corriendo dentro del marco del espejo retrovisor. Seguimos por el camino de tierra y volteé nuevamente a ver el espejo derecho. Se podía observar parte del cerro adjunto al camino y pequeños montículos de pastizales reverdecidos. Me calmé al encontrar el espejo sin ella. Respiré aliviado y me concentré en manejar. Seguimos avanzando unos metros y volví a ver el espejo derecho; ahí estaba la niña nuevamente, corriendo entre el polvo que levantaba la moto, a unos cinco metros detrás de nosotros, braceando rítmicamente y tratando de alcanzarnos. Aceleré un poco instintivamente y me cercioré en repetidas ocasiones viendo el espejo retrovisor. No aguanté más el sobresalto y le pedí a mi novia que volteara y sentí su asombro al principio, volteó hacia el frente y luego me exigió a gritos que  detuviera la moto y así lo hice. La niña ya no estaba. Ella me aseguró que vio a una niña corriendo justo detrás de nosotros. Nos miramos un momento y aceleré de nuevo. Avanzamos hasta una curva que rodea  una pequeña meseta y que, de un lado, tiene un pequeño voladero. Volteé al espejo; detrás de nosotros corría la niña del vestido claro manchado de tierra. Vi el velocímetro, veinte kilómetros por hora, y ella seguía a nuestro ritmo en el espejo. Aceleré. Treinta kilómetros por hora y la niña seguía a escasos metros de nosotros. Se perdía por momentos cortísimos en el retrovisor pero aparecía nuevamente. Cuarenta kilómetros por hora y la niña seguía corriendo detrás de nosotros, descalza, con la mirada fija al frente, enojada, absorta en lo que hacía. Mi novia volteó varias veces y gritaba cada vez que lo hacía. La niña avanzaba entre el polvo del camino sin despegarse o adelantarse. Recorrimos el camino de tierra y vislumbramos la carretera. Tenía que bajar la velocidad para entrar a la carretera. Decidí detenerme en seco. Frené y mi novia se golpeó contra mi cabeza, sentí el peso de su cuerpo sobre mi espalda al momento que la moto derrapaba y se ladeaba un poco. Al fin logré controlarla y quedamos atravesados en el camino de tierra entre una cortina de polvo que nos cubrió por un momento, conmovidos y asustados. El vientecillo rápidamente movió la cortina hacia la carretera y quedamos en suspenso en la sopa de sonidos que produce el motor. Yo esperaba verla salir del polvo. Me decidí a hablarle, preguntarle qué quería. La niña había desaparecido. Permanecimos expectantes unos segundos más hasta que el polvo se disipó. Entramos a la carretera y, aunque anocheció en el trayecto, nada extraño perturbó el regreso a la ciudad por la carretera que semeja ser vertical a la distancia.

 

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