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PESCADORES DE TORTUGAS

Escrito por Adrián Arce Patrón en Lunes, 16 Febrero 2015. Publicado en Amor, Anécdota, Aventura, Cultura, Literatura

Después del sepulcro de mi padre y que uno a uno se fueron marchando del panteón los acompañantes, me fui quedando solo, con el resto de mis familiares, antes de irnos a la casa de mis padres a acompañar a nuestra madre y a hacer algo de comida para descansar de estos dos días de pocas horas de sueño y muchas emociones. Les pedí a mi esposa e hijos que se adelantaran y me quedé solo al pie de lo que sería la última morada de mi viejo. Una fresca brisa de marzo con olor a algas marinas me golpeó en la cara, escuchando el estruendo de las olas del mar al dar contra la piedras y con la vista perdida en el horizonte del inmenso océano, que quedaba al poniente de la tumba de mi papa, así llegaron inevitables y maravillosos recuerdos a mi cabeza, aquel invierno de 1966, en el mes el enero para ser exactos, en el que mi hermano mayor y yo nos fuimos a pescar tortugas con mi papá a la laguna de ojo de liebre. Hacía unos meses yo había terminado la primaria y mi hermano un año antes, pero como mi padre nunca estudió, decía que para qué estudiábamos, que mientras uno fuera trabajador no se moría de hambre. Así que nuestra vida en el mar empezó desde muy temprana edad. Ese invierno y ante la escasez de langosta mi papá decidió ir a pescar tortugas, ya que su carne seca era muy apreciada y la pagaban muy bien, sobre todo los barcos o yates que pasaban hacia el sur y llegaban a Punta Eugenia a cambiar marisco por otros productos americanos o ropa y otros cachivaches. El viaje a la laguna nos tenía a mi hermano y a mí emocionados, recuerdo que contábamos los días, esto mientras mi papá alistaba todo el equipo y las provisiones que habríamos de llevar, hasta que por fin se llegó el día tan esperado. Recuerdo que salimos en la madrugada de Malarrimo, el campo pesquero donde vivíamos en el invierno, nos fuimos en un pangón que tenía mi papá a puro remo, no todos tenían motores fuera de borda como en estos tiempos, la corriente estuvo a nuestro favor y para las 2:00 de la tarde ya habíamos pasado la punta del pato y antes de anochecer llegamos al estero. Me admiro hoy de la fortaleza de mi viejo, que pocos ratos nos prestó los remos, nos decía que ya tendríamos tiempo para agarrar fuerza en estos días, además, que necesitábamos mi hermano y yo agarrar un remo cada quien y lógicamente no teníamos la misma sincronización y el avance era mucho más lento. Como mi papá llegó cansado, a nosotros nos tocó bajar las provisiones y el equipo de trabajo, no puedo olvidar aún el espectáculo de la naturaleza que se mostraba ante mis ojos en aquel primer atardecer que pasé en la laguna. Nunca había visto las dunas ni mucho menos una laguna, que ese día tenía un color dorado como no lo volví a ver, no hacía nada de viento, ni frío, varias ballenas rompían la tranquilidad del mar con sus colazos y chapuzones, lo mismo que sus crías que ya andaban haciendo sus primeros pininos antes de emprender el viaje de regreso al norte. Luego, caí en cuenta que nunca había visto las ballenas tan de cerca, siempre desde tierra miraba cuando pasaban las que iban más al sur, ya sea a la laguna de San Ignacio o más a López Mateos. Pero aquí estaban a escasos metros de mí. Ya eran los últimos de enero, las crías tenían poco tempo de nacidas así que aún les quedaba un mes o dos más en estas aguas. Recuerdo que en el lugar donde desembarcamos había una choza a unos 10 metros de la orilla, era el lugar donde íbamos a dormir los próximos 11 días. La choza estaba totalmente cerrada a excepción por una ventana chica y la puerta que se cerraba con una cuerda atada a un clavo. Nuestra primera noche allí fue un martirio por el frío que hacía, no íbamos tan bien preparados como creíamos así que al siguiente día hicimos un calentón con los restos de un tanque viejo que había en la orilla del estero y eso vino a solucionar el problema del frío nocturno en los siguientes días. También entre el equipo que llevábamos iba una desalinizadora de agua, que era nada menos que un tanque que se le ponía leña abajo y por medio de una serpentina de cobre el vapor del agua salada se convertía en agua potable.

El primer día de trabajo llegó, mi hermano y yo no teníamos idea de qué íbamos a hacer, pues nunca habíamos pescado tortugas con arpón y no llevábamos redes para trabajar, pero lo que nosotros tampoco sabíamos era que en la laguna había infinidad de tortugas y que hasta sin arpón hubiéramos podido atrapar muchas de ellas.  A eso de las 5:00 de la mañana mi papá nos despertó, una vez que hubo preparado café, tomamos con tortillas de harina y machaca de mantarraya, cuando empezó a clarear el día, que por cierto fue un amanecer hermoso, empezamos a alistar el equipo para la pesca, que consistía en dos arpones, los cabos a los cuales iban amarrados, cuchillos y unos ganchos para subir las caguamas (como se les conoce en esta zona) a la panga. Ya que teníamos todo listo desamarramos la panga y mi papa empezó a remar laguna adentro, no habían pasado unos 15 minutos cuando vimos la primer caguama, inmediatamente mi papá soltó los remos agarró el arpón que llevaba ya preparado con el extremo de la cuerda amarrado a la panga, para que en caso de que una tortuga siguiera nadando no se lo llevara, se paró en la falca de la panga y con una maestría que nos asombró a mi hermano y a mí, lanzo el arpón como si fuera un jabalinista olímpico, el cual atravesó el carapacho de la caguama e inmediatamente la sangre tiño de rojo el color claro del agua, luego mi papá empezó a jalar la cuerda y le dijo a mi hermano que tuviera listo el gancho para subir la caguama que debía de pesar unos 40 kilos, ya que esta llegó a la panga, mi hermano la enganchó y yo agarré la cuerda y la subimos. Cuando mi papá empezó a quitarle el arpón y la caguama echaba borbotones de sangre por el hocico y aleteaba desesperada ante el dolor, no pude dejar de sentir una lástima infinita por la suerte del quelonio, cada aletazo que daba parecía como si me estuviera viendo a los ojos y pidiéndome ayuda, estaba perplejo viéndola morir, cuando mi papá por segunda vez me decía que la pusiéramos en la proa. Pasaron otros quince minutos y la historia se repitió y así conforme fuimos adentrándonos en la laguna los quelonios empezaron a ser visibles en mayor número, por lo tanto a las 11 de la mañana teníamos unas 15 caguamas en la panga, que pudieron haber sido más de 20 pero mi papá falló algunos arponazos. La lástima y compasión que sentí con la primera que atrapamos fueron desapareciendo conforme fuimos agarrando más y al final de la jornada me alegraba cada que el arpón rompía ese caparazón duro y verdoso.  Cuando llegamos a donde estaba el campamento mi papa nos pidió que bajáramos las caguamas, abriéramos un saco de sal y afiláramos los cuchillos, mientras él preparaba algo de comer. Después de la comida y de que mi papá fileteara la carne de las caguamas y la pusiéramos sobre unas trampas de langosta y recibas de madera, tendríamos la tarde libre, cosa que aprovecharíamos mi hermano y yo para cachar un rato, ya que nos habíamos llevado nuestros guantes de beisbol y algunas pelotas. Después que hubo terminado el trabajo del día, mi papá se puso a desalinizar agua, aunque todavía teníamos provisión para varios días, pero después entendí el porqué, ya que la desalinización era lenta y sólo se podían hacer si acaso unos dos galones en varias horas de lumbre, agua que utilizábamos para la comida o para lavar la carne de caguama. Mientras cachaba con mi hermano y platicábamos sobre la serie mundial pasada que habíamos escuchado por radio, donde los Dodgers le ganaron a los mellizos, mi hermano fantaseaba que era el gran Don Drysdale y yo el zurdo de oro Sandy Koufax, yo imaginaba como sería la vida fuera de Bahía Tortugas y sus campos pesqueros, el único otro lugar que conocía era San Ignacio, pensaba que algún día podría ir a los Estados Unidos y ver un juego de las grandes ligas, pero mejor aún pensaba que yo podría algún día jugar en las grandes ligas. Así, fantaseando y cachando se nos fue el resto de la tarde, poco antes del anochecer recogimos un poco de madera seca para el calentón que habíamos improvisado, cenamos unas tortillas de harina con queso seco y una taza de té de yerbabuena. Otro día la jornada empezó más tarde a eso de las 8:00 de la mañana, mi papá se compadeció de nosotros y nos dejó dormir al menos unas dos horas más, esta vez nos fuimos un poco más adentro de la laguna, la pesca resultó similar a la del día anterior sólo que esta vez hubo un espectáculo que no imaginábamos; una ballena gris y su ballenato se la pasaron persiguiendo nuestra panga toda la mañana, hacían saltos fuera del agua y se acercaban a la panga a que las tocáramos. Esta compañía a ratos interfería con la pesca de caguamas pero aun así sacamos una menos que el día anterior. Según los cálculos de papá con otros dos días de pesca similar tendríamos para irnos, ya que la poca sal que llevábamos no nos permitiría sacar más de lo debido.

Esa tarde después que termino el trabajo fui y me senté a la orilla de la playa, donde unas olas pequeñas llegaban puntualmente cada tantos segundos y me acariciaban los pies. Pensaba en la escuela, que no había tenido oportunidad de seguir estudiando, si mi papá me hubiera dejado seguir ahorita estaría en alguna ciudad y dentro de uno años sería un doctor o un científico. Pensaba que algún día cuando yo tuviera hijos los dejaría que estudiaran, la vida en el mar es dura y peligrosa, cualquier día te come un tiburón o te dan las reumas buceando, aparte que si uno se va a estudiar lejos conoce más mundo y gente, también puedes agarrar un trabajo más fácil y menos peligroso.

Al siguiente día por la mañana, la pesca fue mucho mejor que los otros dos días y por lo tanto mi papá dijo que con esas caguamas era suficiente ya que este tercer día habíamos agarrado unas 25 caguamas y aparte que los tres costales de sal apenas iban a ser suficientes para secar tanta carne.  A partir del último día de pesca tendríamos que quedarnos dos o tres días para que la carne se secara por completo, asi que nos esperaban otros días más en los que ya no iríamos a pescar caguamas sino alguna otra cosa o matar el tiempo en algo.

Después de recoger toda la carne seca y acomodarla en unas sabuchas que llevábamos y recoger casi el resto del campamento para cargar la panga nos fuimos a dormir porque en la madrugada emprenderíamos el viaje de regreso, viaje que sería postergado tres días consecutivos a causa de un Norte que empezó a pegar una hora antes de irnos. Desde que empezó el viento nos dijo mi papá que no nos íbamos a poder ir ese día ni al siguiente y que tal vez dentro de tres o cuatro días ya que los nortes duraban mínimo unos dos días. Al tercer día de viento a eso de las 3 de la tarde como por arte de magia el viento se acabó, nosotros queríamos que en ese momento emprendiéramos el regreso pero mi papá dijo que hasta otro día a las 5:00 de la mañana saldríamos. Esa última tarde que pasamos en la laguna y después que se quitó el viento mi hermano y yo nos fuimos a caminar por la playa a buscar pelotas de tenis. Teníamos cerca de una hora caminando cuando miramos un bulto grande en la orilla a unos 100 metros de nosotros, corrimos lo más rápido que pudimos sobre la arena y llegamos hasta el lugar donde estaba el bulto, que era una bolsa de tipo militar, más grande que un costal, de material ahulado que estaba sellada. Sin ver que contenía adentro, nos propusimos arrastrarla hasta el campamento, al cual después de casi dos horas y muy cansados, llegamos con la bolsa, le hablamos a mi papá que en ese momento estaba empacando la carne seca. El crepúsculo empezaba a pintarse en el oeste, rápidamente mi papá vino hacia nosotros al ver el bulto que traíamos arrastrando, tomó un cuchillo y abrió la bolsa, luego empezó a sacar uno a uno los objetos que traía, recuerdo que lo primero que sacó fue una lámpara de mano, una lata de cacahuates y almendras, un six pack de coca colas, dos botellas de agua, traía un par de guantes para el frío así como un gorro, un cuchillo con su funda, también venía una bolsa de chocolates, una de nueces, una brújula, un sleeping bag, una chamarra de pluma de ganso, entre otras cosas. La chamarra le quedó a la perfección a mi papá y nosotros esa tarde, que sería la última en la laguna nos tomamos dos coca colas cada quien con la lata de cacahuates y almendras, mientras sentados en la orilla de la playa, mirábamos chapotear a las ballenas y sus crías. Dejamos los chocolates y las nueces para nuestros demás hermanos que nos esperaban en Malarrimo. Esa fue la única vez que fui a la laguna, hace 34 años de eso y es uno de los recuerdos más significativos que tengo de mi padre y a veces pienso en algún motivo por el que esos días sean tan importantes para mí y no lo encuentro, simplemente, el haber visto todo el esfuerzo y el trabajo que realizaba mi papá para darnos la comida a mis hermanos y a mí, me hizo valorar mucho más su función como jefe de familia y me enseñó con el ejemplo que siempre hay que luchar por los tuyos esté como esté la marea.  

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