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Rolihlahla

Escrito por Omar Castro Catedrático de la Universidad Mundial Campus La Paz en Lunes, 17 Febrero 2014. Publicado en Cultura, Historia, Jesús Omar Castro Cota

Acababa de terminar la Primera Guerra Mundial, y al saldo de muertos y heridos dejados por el enfrentamiento bélico, se sumaban los millones de personas que exterminó una epidemia de gripe por todo el mundo en 1918. Ese año, en la diminuta aldea de Mvezo en la ribera del Río Mbashe, en el distrito de Umtata, capital del Transkei, nacía el niño Rolihlahla, perteneciente a la nación de los xhosa, cuya vida transcurría como hacía cien años, dedicados en su mayoría al pastoreo. Ronihlahla era hijo de Gadla Henry Mphakanyiswa, procreado con una de sus cuatro esposas, Nosekeni Fanny.

Él mismo, decía que había heredado la estatura y la tozudez de su padre. Tuvo doce hermanos; tres de su madre, y nueve nacidos de las otras tres esposas de su progenitor. La costumbre ancestral no los reconocía como medios hermanos sino como hermanos. Lo mismo sucedía con los primos que eran tratados como hermanos; los tíos como padres, y los sobrinos como hijos. Ello hablaba de una integración familiar muy fuerte entre los miembros de la nación xhosa. En una ocasión su padre fue citado por el comisario blanco, a raíz del extravío de un buey, y atendiendo a las costumbres tribales, éste se rehusó, por lo que fue despojado de todas sus pertenencias, y más grave aún, fue desconocido como jefe de la tribu. Esta circunstancia le obligó a la familia de Rolihlahla, abandonar Mvezo y trasladarse a Qunu, comunidad de un centenar de personas, cuyas viviendas eran de barro, un techo cónico de paja, y el piso de tierra cubierto con una capa de termiteros pulverizados que le daban solidez a la superficie. Sembraban maíz y criaban vacas, ovejas, cabras y caballos. La tierra era propiedad del Estado, y los nativos -sin excepción- eran arrendatarios que tenían que pagar una renta anual al gobierno.

Nuestro personaje aseveraba que ahí había pasado los años más felices de su infancia. Qunu se encontraba en un  valle angosto y cubierto de hierba, cruzado por arroyos claros, rodeados de verdes colinas. Desde los cinco años se convirtió en pastor, y entendió el vínculo casi místico con el ganado vacuno, fuerte de vida y felicidad. En sus ratos libres jugaba lucha con otros pequeños, y se hizo diestro en el combate con pértiga, conocimiento esencial para cualquier niño de esas tierras. Los juguetes los fabricaban ellos mismos, y se divertían deslizándose sobre la lisa superficie de las grandes rocas del entorno casi hasta pelarse las nalgas.

La alimentación era a base de maíz –zara- que almacenaban en sacos o en pozos excavados en la tierra; molían el grano entre piedras para hacer pan o cocer primero las mazorcas para harina de maíz mezclada con leche agria o alubias. Cuando escaseaba el grano, la alimentación derivaba en leche de cabra o de vaca, que la tenían en abundancia.

Los niños no iban a la escuela, sin embargo, los hermanos Mbekela –cultos y cristianos- convencieron a sus padres para que cuando menos el hijo menor asistiera a clases, y así fue como Rolihlahla tuvo su primer día de escuela. Había que asistir de manera “apropiada”, y no con la túnica anudada a un hombro como era la costumbre tribal. Su padre resolvió el problema cortando unos pantalones suyos, y anudándolos en la cintura de Rolihlahla con un cordel. El niño de siete años sabía que su aspecto era bastante cómico pero decía que nunca se había sentido tan orgulloso de ningún traje como de aquellos pantalones de su padre.

El primer día en la escuela, y atendiendo a una costumbre impuesta por los colonizadores, ya fuera por la dificultad para pronunciar los nombres autóctonos o porque se negaban a hacerlo, a cada niño se le adjudicaba arbitrariamente un nombre inglés, de tal suerte que este alumno a partir de ese día, se llamó Nelson Rolihlahla Mandela. 

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