Terapia de rescate
Hay que pagar por apagar el dolor.
Me siento en el sillón y
entrelazo mis manos frías y sudorosas
para atropelladamente y a bocajarro
dejar que las palabras salgan,
el llanto encuentre su cauce.
Mientras mi interlocutora muy amable
me mira en silencio
desde el otro extremo de la habitación,
podría decir que compasiva, lastimosamente.
Yo termino de partirme,
de fracturarme en mil pedazos.
Mi carne y mis huesos
mi sangre y pensamientos explotan.
Vomito dolor.
Escupo decepción.
Transpiro miedo.
Sin embargo,
no me preocupa secar mis lágrimas
que tienen el mismo sabor del sudor
que pruebo cuando corro o hago el amor.
Ella me ofrece un pañuelo que tomo y no uso.
Respiro profundo y exhalo
para seguir volcando el verborréico monólogo
en ella que escucha la frustración que me aniquila.
Si, hay que pagar por sesenta minutos de calma,
de serenidad.
Por dos oídos atentos.
Por palabras de aliento.
Por un abrazo al finalizar la conversación.
Abrazo que me anima a salir y enfrentar
de nuevo el aplastante mundo
que me asfixia.